
Wangari aprendió de sus mayores
que la higuera era un árbol sagrado al que había que respetar al igual que a
los centelleantes huevos de rana que encontraba en los arroyos.

Transcurrieron 5 años antes de
que Wangari regresara a su granja y encontrara que la mayoría de los árboles
habían desaparecido y el arroyo se había secado. Las familias ya no cultivaban
lo necesario para alimentarse, en su lugar solo cultivaban enormes cantidades
de té para vender a otros países, empobreciéndolos aún más, por lo que muchos
se encontraban débiles y enfermos.


- No tenemos agua para beber ni
leña para cocinar y nuestras cabras y vacas no tienen hierba que comer y no dan
leche. Nuestros niños tienen hambre y somos más pobres que antes. Wangari tuvo
una idea. Parecía simple, pero era una gran idea.

El agua siempre era difícil de
conseguir. Cavaban un profundo agujero con las manos, se metían dentro para
poder sacar el agua con cubos. Muchos de los primeros plantones murieron, pero
Wangari enseñó a las demás a no darse por vencidas.

Había que trabajar duro, pero las
mujeres se sentían orgullosas. Ahora, cuando cortaban un árbol, plantaban dos.
Crecieron los bosques de nuevo. Las huertas producían mejores alimentos y todos
ellos se encontraban más fuertes. Los hombres al ver lo que hacían las mujeres,
sintieron admiración por ellas y se les
unieron.
Wangari distribuyó plantones en
las escuelas y enseñó a los alumnos a hacer sus propios viveros.
Dio plantones a los reclusos de
las cárceles e incluso a los soldados, y les dijo que llevaran el arma en una
mano y un plantón en la otra. Así serian buenos soldados.

Han transcurrido 30 años
y Wangari, junto a las mujeres y hombres de su país, han logrado plantar 30
millones de árboles y la plantación aún continua. Porque como decía Wangari “Cuando el suelo está desprotegido, está
pidiendo ayuda, está desnudo y necesita que le vistan. Es la naturaleza del
país. Necesita color, necesita su manto verde”.