Muy cerca de España existe un
enorme continente llamado África y en él un hermoso país llamado Kenia. En una
de las muchas granjas dispersas por todo el territorio nació y se crió la niña
Wangari Maathai rodeada de colinas revestidas con un manto verde y multitud de
árboles y arroyos de aguas cristalinas repletos de peces.
Wangari aprendió de sus mayores
que la higuera era un árbol sagrado al que había que respetar al igual que a
los centelleantes huevos de rana que encontraba en los arroyos.
Al crecer viajó a Estados Unidos
a estudiar biología, la ciencia de los seres vivos, y allí conoció a personas
que le enseñaron a pensar en hacer un mundo mejor ¡Que impaciente estaba por
volver a Kenia!
Transcurrieron 5 años antes de
que Wangari regresara a su granja y encontrara que la mayoría de los árboles
habían desaparecido y el arroyo se había secado. Las familias ya no cultivaban
lo necesario para alimentarse, en su lugar solo cultivaban enormes cantidades
de té para vender a otros países, empobreciéndolos aún más, por lo que muchos
se encontraban débiles y enfermos.
Se habían cortado tantos árboles
para ganar espacio para el cultivo del té que los bosques habían desaparecido,
las vacas y las cabras no tenían que comer y las mujeres y los niños debían
caminar cada vez más distancias en busca de leña para cocinar o calentar la
casa. Con cada tala quedaban menos árboles y gran parte del país estaba tan
pelado como un desierto.
Sin árboles no había raíces que
retuvieran el suelo. Sin árboles no había sombra. Lo que antes era un manto
verde ahora era una capa de polvo árido que el viento dispersaba y la lluvia
arrastraba hasta los arroyos y ríos para convertirlos en un lodazal.
- No tenemos agua para beber ni
leña para cocinar y nuestras cabras y vacas no tienen hierba que comer y no dan
leche. Nuestros niños tienen hambre y somos más pobres que antes. Wangari tuvo
una idea. Parecía simple, pero era una gran idea.
- ¿Por qué no plantamos árboles?
Les mostró cómo recoger las semillas de los pocos árboles que quedaban, cómo
abonar el suelo y regarlos, como hacer un hoyo con un palo para introducir la
semilla, y sobre todo a cuidar de los plantones, como si fueran bebés,
regándolos 2 veces al día para que crecieran fuertes.
El agua siempre era difícil de
conseguir. Cavaban un profundo agujero con las manos, se metían dentro para
poder sacar el agua con cubos. Muchos de los primeros plantones murieron, pero
Wangari enseñó a las demás a no darse por vencidas.
Muchas de las mujeres no sabían
leer ni escribir. Eran madres y granjeras y nadie las tomaba en serio. Aun así
ellas estaban dispuestas a cambiar sus propias vidas.
Había que trabajar duro, pero las
mujeres se sentían orgullosas. Ahora, cuando cortaban un árbol, plantaban dos.
Crecieron los bosques de nuevo. Las huertas producían mejores alimentos y todos
ellos se encontraban más fuertes. Los hombres al ver lo que hacían las mujeres,
sintieron admiración por ellas y se les
unieron.
Wangari distribuyó plantones en
las escuelas y enseñó a los alumnos a hacer sus propios viveros.
Dio plantones a los reclusos de
las cárceles e incluso a los soldados, y les dijo que llevaran el arma en una
mano y un plantón en la otra. Así serian buenos soldados.
Han transcurrido 30 años
y Wangari, junto a las mujeres y hombres de su país, han logrado plantar 30
millones de árboles y la plantación aún continua. Porque como decía Wangari “Cuando el suelo está desprotegido, está
pidiendo ayuda, está desnudo y necesita que le vistan. Es la naturaleza del
país. Necesita color, necesita su manto verde”.